Ese aprendizaje se inicia con su primera comunión, que ella vive como su primera unión con Jesús. En estos años Jesús es para ella un amigo entrañable, es un amigo bueno, pero poco exigente. Cultivar su amistad es mucho más un juego que un compromiso. Poco a poco, va adquiriendo conciencia y sintiendo vivamente la incoherencia entre la amistad de Jesús y su deficiente respuesta vital ordinaria. Va, con la vida, aprendiendo a vivir. Empieza el descentramiento de María Luisa para centrarse vitalmente en Jesús. Todo este proceso, que duró casi cuatro años, es lo que ella denomina como: “mi conversión”.
Aprende a orar, escuchando y contemplando, en
medio de su primera y todavía pequeña noche oscura. Aprende a sufrir, física y
moralmente, en medio de las diversas operaciones a las que es sometida y en
medio de una grave enfermedad, que padece además en la más absoluta soledad y
marginación. Aprende a ayudar y a servir en el contacto con las tontitas (así se les llamó en ese tiempo) y en
las tareas que se le asignan. En definitiva, aprende, en la vida y con la vida
dura, a vivir en profundidad y a seguir a Jesús por el camino pascual, siendo
el amor-desamor la raíz de toda su experiencia.
Cuando tiene catorce años, por su iniciativa
se forma un grupo de amigas “para llevar una vida ordenada y devota”, como
ellas dicen. Es un plan de vida grupal muy riguroso y detallado. Viven como una
pequeña comunidad religiosa, imitando a la comunidad religiosa de Mercedarias
de la Caridad
con la que conviven. Los tres primeros años (1926-1929) son una experiencia
religiosa muy viva e intensa.